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Mundos íntimos. Mi pareja estuvo mediada por la distancia hasta que, por amor, decidí mudarme a Madrid

Volvió a caer la distancia. Lo había hecho antes, bajo otras formas. Después de idas y vueltas, hace unos meses me mudé a Madrid.

Cuando intento recuperar algo del viaje que me trajo a esta ciudad todo se vuelve confuso, como si le hubiese sucedido a otro. El único momento que recuerdo es aquel en el que, después de pasar la lista de series y películas en el “sistema de entretenimiento”, la pantalla mostró la simulación de un avión sobre el océano Atlántico. A pesar del embotamiento, no tuve que hacer demasiado esfuerzo para darme cuenta de que era nuestro avión el que se movía por el mapa. El trayecto, todavía incompleto, unía Buenos Aires con Madrid, el punto de partida y el de llegada. Según el monitor, en aquel momento bordeábamos el continente africano, cerca de las islas Canarias. Alargué el cuello para mirar por la ventana. Me encontraba a miles de kilómetros de lo que hasta ese momento había sido mi casa.

Unas horas más tarde, el avión carreteó buscando el hangar. Los pasajeros, como siempre, quedaron atorados en el pasillo. Ahí fue cuando sentí el peso del plomo en mí. Ya no se trataba de una imagen por encima del océano, sino que la realidad se imponía a unos metros. Al final del pasillo había otro continente.

Ezequiel Pérez, de pequeño, con la caña de pescar junto a su tío -cortado por la impericia de algún fotógrafo aficionado- en Villa Ramallo, su ciudad natal. A ese niño lo esperaba un futuro de lejanía, pero aún lo ignoraba.Ezequiel Pérez, de pequeño, con la caña de pescar junto a su tío -cortado por la impericia de algún fotógrafo aficionado- en Villa Ramallo, su ciudad natal. A ese niño lo esperaba un futuro de lejanía, pero aún lo ignoraba.Desde que llegué a Madrid anduve rondando la distancia. No la idea o el concepto -eso no me importa-, sino esta experiencia de la lejanía que cayó antes que las palabras.

La razón por la cual me mudé escapa de la retórica del emigrado. En mi decisión hay un motivo feliz: me mudé a Madrid por amor. Por eso, estos meses estuvieron tironeados por la nostalgia de una forma de vida que se borronea, transformándose lentamente en otra, y la alegría de, por fin, después de tantos reveses, vivir junto a la persona que quiero.

Con mi esposa nos conocimos hace unos años en Buenos Aires. Ella andaba de paso para investigar sobre el exilio de la escritora española María Teresa León durante el franquismo. Irene es madrileña, nacida y criada en el barrio de San Blas, barrio en el que vivo de manera provisoria desde que llegué a este país.

Naturalmente, nuestra pareja estuvo desde el comienzo mediada por la distancia.

Durante los primeros años de relación, Irene viajó ocasionalmente a Buenos Aires y yo conocí Madrid. Todo parecía encaminado a que, en algún momento, tuviéramos que decidir el lugar del mundo en que haríamos casa. Según lo habíamos previsto -pobres ilusos-, el movimiento se produciría a mediados de dos mil veinte. Los planes se complicaron cuando, entre otras razones, una pandemia mundial apareció en el horizonte.

En Buenos Aires, Ezequiel Pérez con su esposa española. Ella viajó a la Argentina para hacer una tesis sobre una escritora española que se había exiliado en nuestro país durante el franquismo. Fue un trabajo académico que definió su vida personal.En Buenos Aires, Ezequiel Pérez con su esposa española. Ella viajó a la Argentina para hacer una tesis sobre una escritora española que se había exiliado en nuestro país durante el franquismo. Fue un trabajo académico que definió su vida personal.Del tiempo de la pandemia podría decir lo mismo que del trayecto en el avión de camino a Madrid: no puedo distinguir un momento del otro. Tengo un hueco de casi dos años que no sabría cómo completar.

Quedan lejos aquellos meses y lo que se construyó alrededor. No voy a ahondar en lo que todos sabemos y compartimos. En mi caso, asistí con recelo a la hiperactividad de algunos amigos que se pusieron a cocinar, hacer ejercicios, leer como nunca, escribir de primera mano lo que les sucedía, interpretarlo, teorizar sobre ello. Envidiaba de manera insana la forma en que los demás aprovechaban el tiempo. A mí, en cambio, me había tomado el desgano. Me pasaba el rato mirando la pared.

Lo único que sostenía la cotidianeidad era la llamada diaria por Skype con Irene.

La pandemia nos había agarrado en diferentes continentes. Esa, podría decir, es una de las veces en que la distancia cayó con más fuerza. Acortamos el trecho con lo que teníamos a mano: la conversación, las películas a las que dábamos play de manera sincronizada y después discutíamos con una cerveza, o la cámara encendida mientras el otro cocinaba. Las tretas de quien anda desfasado, ¿no?

De esa manera fuimos armando algo parecido a una rutina conjunta.

Ahí fue cuando nuestra relación a distancia tomó un rumbo extraño. Los viajes internacionales se habían reducido por motivos sanitarios. La única posibilidad de volver a vernos era alegar una “reunificación familiar”, pero todavía no nos habíamos casado y no había forma de justificar que fuéramos familia.

Por aquellos meses se abrió una pequeña grieta: habían habilitado el viaje para parejas binacionales, siempre y cuando se demostrara el vínculo.

Todo se enrareció aún más. Nuestra vida fue tomada por los trámites. Durante unos meses no hicimos otra cosa más que hablar de papeles y firmas, de certificados y apostillas, de todo aquello que pudiera demostrar que no estábamos mintiendo, que de verdad nos queríamos y queríamos vernos. Por momentos, teníamos que obligarnos a dejar de pensar y darle vueltas a la situación. Entonces, cuando sentíamos que nuestra charla estaba mediada únicamente por la burocracia, cambiábamos de tema y volvíamos a empezar, más tarde, a juntar papeles, a revisar fotos que pudieran servir para fechar la relación y demás tareas.

Recuerdo que el documento estrella para que el consulado nos diera el visto bueno era una declaración frente a escribano, apostillada por La Haya, en la que dos testigos manifestaban la verdad de nuestra relación y daban fe de las charlas cotidianas y el tiempo compartido. Aprendimos la jerga notarial hasta manejarla como verdaderos profesionales.

“Folio tal. Primera copia. Manifestación: Ezequiel Pérez. Escritura número tal. En la ciudad de Buenos Aires, Capital de la República Argentina, a tantos días de tal mes de tal año, ante mí, Escribano autorizante, comparece Ezequiel Pérez, argentino, nacido el día tal, del mes tal, de tal año, titular del Documento Nacional de Identidad tal, quien manifiesta…”.

Testificamos lo íntimo. Cada uno, en cada continente, firmó el Auto de fe y pudimos vernos en una Madrid extraña y triste como todas las ciudades y pueblos del mundo entero a finales del dos mil veinte.

Tras la pandemia, vivimos un tiempo en Buenos Aires.

Por eso podría decir que no es la primera vez que cae la distancia en nuestras vidas.

Los primeros días en mi nueva ciudad estuvieron marcados por una suerte de vida doble que me hacía que pareciera ausente. Me preguntaba continuamente por la hora que sería en Argentina: si acá son las diez de la mañana, entonces allá todavía son las cinco de la madrugada. Imaginaba una Buenos Aires dormida, con unos pocos transeúntes por calle Corrientes, cerca de lo que había sido mi departamento en el barrio de Villa Crespo. Madrid, en cambio, ya estaba en movimiento.

Esa fue una de las pocas cosas que entendí: la distancia también se mide en tiempo. Uno se vuelve consciente de que atravesó parte de un día que todavía está por venir a diez mil kilómetros. Y también se arriba a otro ciclo de vida. Este año, parafraseando el hermoso ensayo de Marcelo Cohen, no tendré primavera. Pasé del invierno al verano en apenas doce horas y ahora transito un otoño seco y repleto de colores, muy diferente a esos otoños ganados por la humedad y el pegote en el cuerpo que sufrí desde chico.

Algunos amigos me preguntan cómo lo estoy llevando. La pregunta es tan amplia como amable su intención. La respuesta que doy parece rozar la apatía. La digo casi sin pensar: acá estoy, amoldándome.

Federico, el Paga, mi amigo desde la infancia, me envía un audio: “Como decía mi viejo cuando cambiaba el auto: hasta los mil kilómetros hay que andarlo despacio porque se tiene que asentar”. No sé nada de autos, nunca tuve uno, pero suena convincente. Será que tendré que andar despacio esta ciudad hasta que se asiente.

Alejandra me retruca en otro audio: “Escuchame, no hay que amoldarse rápido. Yo creo que no hay que amoldarse, ni rápido ni lento. Hay que vivir. Hay que estar. Hay que pasar”.

Me sorprendió darme cuenta de lo siguiente: por ahora no siento la lejanía de aquello que podríamos llamar “el país”. O, en todo caso, esa distancia no es la que más pesa. Madrid está llena de acentos argentinos y se consigue yerba y dulce de leche en cualquier supermercado. Hay que andar esquivando compatriotas. Extraño, en cambio, una patria estrecha. Tiendo a hacer del alrededor una arena de costumbres: voy siempre al mismo café, ando por las mismas calles, me junto en los mismos bares a tomar la misma marca de cerveza. Ese centro que hasta ahora había sido estable se puso en movimiento, se desacomodó y empezó a desorbitar en el mismo instante en que me subí al avión.

A veces las cosas se tejen solas, por fuera de uno mismo. Los días se balancean entre un lugar y el otro. Intento disfrutar del cimbronazo: me gusta esta ciudad, me gusta vivir en esta ciudad y la gente de esta ciudad, disfruto de los pequeños descubrimientos, así como me gustó y disfruté mucho vivir en Buenos Aires. Todo eso junto.

A diez mil kilómetros hay una parte de vida. Hay una ciudad querida que hasta hace poco fue mi casa, está el pueblo de mi infancia, la familia y los amigos. Todos los días hay relámpagos de esa presencia. Por eso me gusta pensar que mi vida en Buenos Aires no quedó atrás. Está lejos, sí, pero no atrás.

Hay que vivir. Hay que estar. Hay que pasar.

Creo que me toca hacer casa en esta ciudad. Vivir en Madrid como lo hice en Buenos Aires: al ras. Y San Blas es mi nueva mirada rasante. Un barrio de torres idénticas que se abrazan en bloques, pasillos que se enroscan, plazas internas en las que se reúnen los vecinos a charlar. Acá abajo está el Juvima, un bar de toda la vida atendido por el dueño de toda la vida con los clientes de toda la vida.

Es la tardecita. Doy una vuelta por el parque Paraíso. Me dicen que en los ochenta este era un parque tomado por los yonquis. Estragos de la heroína en un barrio golpeado por el desempleo. Ahora pareciera que no, que está más tranquilo. Los últimos rayos de sol dan contra las copas de los árboles que se apagan en vino tinto. Hay una fuente muy bonita de la que beben las urracas. El otoño le sienta bien a esta ciudad.

Vuelvo y escucho los mensajes de los amigos. Miro por la ventana el declinar del día. Están por entrar en la hora de la siesta. Como puedo, empiezo a construir una vida madrileña y a buscar nuevas formas de tender lazos, de estar presente. Lucho me cuenta las novedades y me dice que cada vez que pone “Caminito español” de Atahualpa se acuerda de mí: “Hermoso amor sin olvido/ es la amistad de los dos”, pienso. Hablamos a través de la canción.

Hoy Buenos Aires es este cuarto al que vuelvo después del paseo por el parque Paraíso. El cuarto en el que me siento a escribir sobre la distancia. Y escribo. Escribo esto: Madrid, barrio de San Blas, andando el otoño de camino a otra casa.

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Ezequiel Pérez nació en Villa Ramallo en 1987. Es escritor y docente. Dio clases de Literatura Latinoamericana en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires y trabajó en escuelas secundarias. En el año 2021 publicó la novela “Hay que llegar a las casas” (Editorial Libros de Unahur) que ganó el Premio Especial de Letras del Fondo Nacional de las Artes y fue una de las cinco finalistas del premio FILBA-Medifé en 2022. Recientemente publicó la novela “Mandarino” por la editorial Eterna Cadencia. Le gustan las caminatas largas en compañía de amigos, ir al teatro y saber qué comer en qué lugar.

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