Soy una sobreviviente de los 90 y como toda sobreviviente juro que he vivido y he sobrevivido. Nací a finales de los 60, así que a la década gloriosa de los 90, con sus luces y sus sombras, la he vivido con frenesí acuciado por hormonas, por avidez de experiencias y sueños.
Todos en los 90 transitábamos la noche alternativa, under y fiestera buscando un lugar en donde hallar el amor con placer hedónico donde pudiésemos reafirmarnos en estéticas, transitar situaciones extrañas e inesperadas en las discos que estallaban porque eran el punto de encuentro, entre los raros, trans, faloperos, borrachos, punks, darks, glamorosos rockers y las fastuosas drag que oficiaban de Relaciones Públicas para que, desenfrenada y epifánicamente, pudiésemos divertirnos.
Zulema Lázaro con Sergio Colella, un abogado que solía representar a las travestis en los años 90 cuando las detenían por llevar ropas del “sexo contrario”. Los dos ríen en una previa antes de ir a la disco Caniche.Diversión que muchas veces terminó en pérdidas de amigos, diversión en lápida inscripta en VIH, ya que no existía tratamientos y tener “el bicho” era estar a pasos de la muerte. Diversión que no era tan divertida porque muchas quedamos con tratamiento psiquiátrico. Durante todo ese período fui anoréxica, bulímica y anfetamínica, como suelo denominar a mi fruición adictiva por las anfetaminas. Comencé a tomarlas dado que se me acusaba de gorda en ballet. A mi barrio venía un médico los segundos martes de cada mes a una habitación alquilada por Cora, una vecina, a atender.
Atender no es el verbo correcto ya que el sujeto era un asesino indicando una cantidad elevada de pastillas con una fórmula magistral de la cual, decía ,era solo productos naturales cuando en realidad era un combo de ansiolíticos, anfetaminas y desacelerantes para la noche. Continué diez años consecutivos consumiendo anfetaminas, no recuerdo ningún día sin haberme tomado una, varias, todas.
En casa desconocieron siempre mis hábitos, o no querían verlos. Mamá levantaba los potes de la repisa y pasaba la gamuza sin chistar siquiera, deduciendo que eran anticonceptivos. Recuerdo haberme olvidado un set lleno en un viaje con un fulano en el micro de San Bernardo e ir hasta la terminal en un viaje en taxi carísimo, cuatro playas después, para rescatarlas porque mi estadía sería imposible con brotes e intentos de suicido. Las anfetaminas eran mis hermanas de ruta junto con otras sustancias. Me proponía un cuerpo imposible de alcanzar en consonancia con ese lapso friolero y dilapidante para el país: las presidencias de Menem.
Años de desparpajo y de desasosiego, los dorados 90, vividos bajo el santo y seña de la moda dictada por las reinvenciones de Madonna. Reinvenciones y su contracara: muerte. Recuerdo haber estado el día en que se clausuró la “Age of the Comunication”, una disco de moda en Reconquista y Marcelo T. de Alvear, porque desde su terraza se lanzó cayendo muerto un joven al que no le habíamos creído, por muy drogados también, las descripciones de sus alucinaciones en 3D de insectos monumentales que lo acechaban. La Age era un clásico en la nocturnidad. Contenía discoteca, galería de arte, restó, salón de moda, biblioteca y azotea donde se daban todo tipo de fiestas junto a actividades performáticas afines con otra moda en libertad. Libertad y encierro porque la policía se llevaba arrastrando a las chicas trans por un edicto vigente que prohibía transitar portando ropa del sexo contrario.
Los amigos corríamos para asistirlas y reclamar por ellas ya que muchas tenían familia en el interior o bien no salían del closet. Un gran amigo, Sergio, oficiaba de abogado de ATA, la Asociación de Travestis Argentinas, prestando sus servicios ad honorem.
A ese delirio de la esbeltez que mencioné antes, se sumaba el hecho de creer que por lucir una figura esplendorosa, adquiriríamos dotes inusitadas para el baile, el canto, el bilingüismo y la relación con celebrities. Figuras como Giordano, Pacho Dotto, Faena y toda su caterva nos anestesiaban: convertibilidad, desocupación y privatización. Las recetas neoliberales de endeudamiento se pagaron con sangre el 20 y el 21 de diciembre del 2001 con de la Rúa.
Ahora quiero centrarme en mis enfermedades –no para ponerme en víctima sino para dar cuenta de una época– porque para ser preciso la bulimia y la anorexia tenían larga data en muchas, desde los 80. La sociedad no hablaba de ese y otros temas porque eran tabú. Cursé la escuela secundaria en la Escuela Nacional de Danzas (en donde asistían todas las losers que no habíamos aprobado el ingreso del Colón) en Sarmiento y Esmeralda: allí las conocí.
Todas mis profesoras de danza me decían que era muy piernona. Decían, tus gambas son las de Maradona, y eso no me disgustaba tanto porque como bichita adoraba al Diego: era un fenómeno nunca visto y, con su venta, el Club Argentinos había sido arreglado cuando antes era un comedero de gatos.
Volviendo a la Escuela, la directora entraba y me mimeografiaba la dieta del pomelo… Ya más grande, recuerdo en ese trayecto haber vivido largos períodos de inanición para luego pasar al atracón con su colateral culpa que termina con la aplicación de métodos para vomitar. Incluso recuerdo que mi novio hacia el año 98 llegó al departamento que alquilábamos tomándome desprevenida y al entrar lo recibieron rodajas de alimentos y un olor ácido. Ese es el hombre que desde aquel momento está conmigo armando un cinturón duro para que no recaiga. Antes de él los tipos me duraban muy poco, sujetos que conocíamos en las discos contraculturales top del momento.
Crecí y adoré los lugares emblemáticos de la movida 90, época inolvidablemente iconoclástica: Experiment, Caniche, Bunker, Bolivia, El Morocco, Contramano, Tokio, Angels, Confusión, Cuarto Milenio, Club Eros, El Cielo, Sunset, Nave Jungla, El Caix, Medio Mundo Varieté, Bajo Tierra y El Parakultural con Batato, el mayor clown travesti literario. En esa vorágine por recorrer todas las discos en una noche, yo consumía sustancias de jueves a domingos y es aquí que quiero hacer un mea culpa: todos en los noventa padecíamos la zoncera de sentirnos modernos, de adorar el glam y el cinismo.
Nos dejábamos llevar por el deseo, su procacidad y su melancolía, su grotesco y sus derivas en todos los excesos posibles encarnados no en otros personajes sino en nosotros mismos defectuosos, abusados, violentos deambulando en una Buenos Aires donde lo marginal y la droga habían conquistado grandes terrenos (podríamos entablar un paralelismo entre aquella década y el ahora, aunque lamentablemente estamos viviendo otro proceso de desintegración distinto, pero hacia abajo, más oscuro).
Recuerdo en el año 93 haber terminado, después de una fiesta en Palladium, donde se decía que caería Cerati el líder de Soda Stereo, en otra fiesta privada. Fuimos un viernes a la madrugada y el lunes amanecí desnuda en la planta alta de una quinta vacía de General Rodríguez con mi ropa interior en la pileta mugrosa y helada. No recuerdo casi nada. En un coche con un conductor en estado deplorable habíamos viajado siete con una cantidad de bebidas etílicas como para derrapar. Encontré mi ropa bajo una perra haciendo la siesta, me habían robado la cartera y tuve que pagar con lencerías y breteles el viaje a Buenos Aires a un camionero de La Serenísima.
Por mucho tiempo pensé que me seguía el karma de haber abortado tres veces en la clandestinidad, pero reflexionando dentro de lo poco cuerda que estaba me di cuenta de que mis embarazos no podían llegar a término por mi estado de debilidad: 42 kilos, puro pelo, puro diente, pura espuma porque en esa época todos teníamos deseos desmedidos de dinero, fama y adulación, en consonancia con la era del sultanato menematense.
La furiosa cholulez que se había desatado en artistas, políticos, intelectuales no tenía parangón mientras que los ciudadanos soportábamos estoicamente desastres como por ejemplo, ramal que para ramal que cierra. Por años, no pude viajar en tren a Villa Dolores y Mina Clavero o en el Gran Capitán de mi infancia que hacía Lacroze-Posadas. No había que pensar sino dejarnos llevar de las narinas en un síganme, no los voy a defraudar y todos en el baile al compás del after hours (desde la salida del trabajo hasta la tarde del día siguiente), el dos por uno y los drinks.
Todos encandilados bajo purpurinas, mientras la Nación no hacía pie y tremebundamente nos ahogábamos a puro desguace al tiempo de la época de brillantes dedales: se catapultan los diseñadores de moda Baños, Humano, Grippo, De Loof, Bunader, Cristian Dios quienes sellaron el under con deconstrucción y reciclaje trastocando el sexo-género al tirar desbocadamente las arbitrariedades de lo bello.
Sergio de Loof es el creador estético del inmortal Bar Bolivia y del primer Dorado, exultante en el decorado cotillonesco en clave de burlesque y feria americana. Desde el diario de hoy todos los 90 fueron para mí tan oscuros como la disco “Panteón” de Avenida de Mayo que quedaba abierta hasta las 2 de la tarde del domingo, antes de caer en casa con la resaca de un carnaval enloquecidamente cegador.
Almas desvalidas y devaluadas por el lado salvaje que caminábamos. En el 98 recibí un premio en la convocatoria Buenos Aires No Duerme. Eran papelitos escritos para calmarme de la manía o de la depresión y habían sido tipeados y enviados por el único que me tendría fe, mi novio. Yo no entendía quién era publicada en Eudeba como premio. ¿Estaban premiando a la anfetamínica y por lo tanto debía volver a tomarlas o premiaban a la Zulema que peleaba para pasar a la desintoxicación en el hospital Ramos?
Había pasado por tiempos difíciles. En el 92 había empezado a trabajar en un consultorio médico en Juncal y Pueyrredón. Eran seis médicos médicos y tenía a piacere todos los recetarios a disposición que dejaban sellados cuando salían a Congresos. Así me automedicaba desde derivados de morfina hasta los más demoledores psicotrópicos que mezclados con alcohol y merca (cocaína) daban una fórmula de alta gama en peligrosidad. Es que nada me alcanzaba, yo no sentía más que el errar en lo tanático y ya no soportaba más. Recuerdo haber conocido a un dionisíaco coyote, quien decía ser modelo de Calvin Klein, muy generoso con los convites. Cuando se terminó la frula entramos a una villa para comprar. Yo no salí por varias horas porque me trocó, ya que quedé dentro de un improvisado burdel, como parte del pago. Durezas, impiedades como yo también era dura e impiadosamente interesada en el bolsillo del que invitara Don Perignon
A veces prefiero recordar el brillo, el esplendor y la decadencia que pensaba que poseíamos. Todos fascinadísimos con la inauguración del primer shopping, el Alto Palermo, Madero o zonas robadas a la Reserva en los mega negocios del menemato, en donde todos queríamos estar enrolados. Nada resultó ser como lo idealizábamos.
Me aislé y me guardé por muchos años por temor a la recaída y formé una familia que amo, estudié y compulsivamente escribí y me corrigió la gran editora Julia Saltzmann Tengo una niña y con ella aprendo a deconstruirme de ideas patriarcales y a ser auténticamente feliz y sin disfraces.
——————
Zulema Lázaro nació en el barrio de La Paternal, CABA, en 1966. Licenciada en Lengua y Literatura por la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM), es escritora, prologuista, jurado y profesora de Literatura en escuelas secundarias. Participó de la antología “Buenos Aires no duerme” (1998) y publicó los libros de cuentos “Barbarella” (2018) y “RePuesta” (2022), la nouvelle “El vaguito” (2019) en Milena Caserola y Tratado sobre el Hambre (novela, 2023) en Alfaguara. Con su cuento “El sonido de los dados revolcándose” del 2021 recibe galardón en el Certamen Nacional de Cuentos de Amor Silvina Ocampo que fuera publicado en una antología con sello del Museo del Libro y de la Lengua. El año próximo saldrá su nuevo libro en Alfaguara. La maravillosa Julia Saltzmann fue su descubridora.