Jimena Frontera es mamá y madrastra. Tiene a Feliciano, su hijo de tres años, todos los días en su casa. Y a otros dos, un adolescente de 16 y una preadolescente de 13, con un esquema partido entre dos hogares. Los tres son hijos de Jacobo, su pareja. Ella se describe como facilitadora en transformación personal, especializada en bioneuroemoción y terapias del inconsciente, con certificación en disciplina positiva y crianza respetuosa. Y relata cómo fue tener que integrarse a una familia, a una dinámica que ya se había formado. “Fue duro enterarme de que la persona que me gustaba tenía hijos. Además, fue rarísimo porque fue como que mi inconsciente no lo hubiese querido ver porque yo examiné todo su Instagram, lo stalkeé entero y pensé que eran sus sobrinos, no lo quise asociar”, cuenta.
Dice que hasta entonces era la única que en su grupo de amigas decía que recién iba a ser mamá cuando tuviese cuarenta años, que prefería todo antes de la maternidad. Ella se había criado con una familia ensamblada, con dos medios hermanos. No le resultó difícil el ensamble sino procesar la decisión. “¿Estoy dispuesta a formar pareja con un hombre que ya tiene hijos, estoy dispuesta a que mi hijo no sea su primer hijo?”, se preguntó. El amor tomó la determinación.
“Esta persona me enamoró. Estoy enamorada. Quiero. Voy para adelante”, relata. De hecho, esa condición de relación previa fue crucial en su enamoramiento. “Para mí siempre lo más importante fue que él se lleve bien con su ex expareja. De hecho, la manera en la que él encaró cómo se llevaba con su ex pareja, a mí me enamoró. Para mí no hay nada que hable más de una persona que cómo trata a la persona con la que estuvo una vez que ya no está. Nos enteramos y descubrimos con quién estamos una vez que cortamos”, subraya.
La pandemia los encontró de novios y en un vínculo fortalecido. Ella debió entender que él, como padre, debía quedarse a dormir en la casa de su ex para acompañar a sus hijos. Describió a la ex mujer de su actual pareja como una mujer resiliente, admirable. “Aún con el dolor que una puede sentir después de una separación de alguien que amás, hay que siempre poner por delante a tus hijos y nunca hablarles mal del padre. Lo que tenemos que entender que es que nuestro enojo con el padre de los niños realmente puede perjudicar muchísimo la visión que esos niños tienen del papá, y es muy egoísta querer contaminar su visión solamente porque nosotros tenemos un desacuerdo con él”, argumenta.
“Uno de los mayores desafíos fue cuando tomamos la decisión de que los chicos empiecen a quedarse mitad de tiempo en lo de su mamá y mitad en nuestra casa”, relata. Comenzó a convivir, dice, con una familia que no era la suya. Y en esa nueva casa, hubo que establecer ciertos límites. “Entonces, por ejemplo, en la casa en la que habían crecido siempre no había que tocar la puerta del cuarto de los padres para entrar. En cambio, a mí me preocupaba muchísimo eso. Necesito saber que cuando estoy en mi cuarto tengo privacidad total. Y entonces el primer día los sentamos a los chicos y les dijimos ‘esta casa tiene reglas distintas a las que tiene la casa de su mamá y las reglas son estas: hay que tocar la puerta antes de entrar’”, cuenta Jimena. Las otras normas eran secundarias, como no dejar la mochila tirada en el piso y no pelearse en el living. “No vamos a admitir peleas en el living pero se pueden pelear en el cuarto. Los niños se pelean, los hermanos se pelean. No quería ser un ogro, no quería ser la madrastra mala”, grafica.
Sobrevivió al equilibrio entre una mujer cómplice y cercana y una con autoridad para tomar decisiones: “Estaba constantemente tratando de balancear la complicidad, para que me quieran, para ser buena, y al mismo tiempo la autoridad. Yo parecía más una hermana que la pareja del padre”. En esta nueva familia, Jimena -de 31 años- se lleva quince años con su pareja y le lleva la misma al hijo mayor de él.
“Una de las cosas más duras para mí fue el balance entre madre y mujer -describe-. Yo siempre fui una mina muy independiente, me gustan mis espacios, amo lo que hago, tengo pasiones y deseos. Y entonces, cuando nació mi hijo Feli, dije ‘a mí me mintieron, a mí me mintieron porque a mí me mostraron toda mi vida que ser madre era color de rosa y ser madre es color caca’. Ser madre es marrón porque están todos los colores mezclados y queda marrón caca. ¿Cómo puede ser que esto sea la realidad de la maternidad? Entonces fue muy duro encontrarme con que de repente había pasado mitad del día y yo ya había cambiado cuatro pañales, me habían meado encima, me habían vomitado. Yo estaba agotada, no había dormido en toda la noche y todo lo que hacía era ser un dispenser de leche”.
“Y además se suponía que yo tenía que estar en el mejor momento de mi vida y que eso me tenía que alcanzar para ser la persona más feliz del mundo. Porque si las madres no somos felices, algo está mal -afirma-. Y ahí es donde nos olvidamos de nuestra individualidad, nos olvidamos de nosotras mismas, nos abandonamos, hipotecamos nuestra vida por el rol de madres y eso hace mucho daño y no nos hace daño solamente a nosotras, les hace daño también a ellos, porque cuidándonos a nosotras les damos la posibilidad de que ellos aprendan también a cuidarse a ellos mismos en el futuro”.
Jimena reveló que recién pudo desear ser madre cuando resolvió sus conflictos, cuando combatió contra sus fantasmas. “Esto de fomentar el amor propio surge de mi propia experiencia de despreciarme muchísimo -narra-. Desde los 13 años hasta los 26 sufrí muchísimo. Estuve completamente obsesionada con mi cuerpo. Me la pasé de dieta en dieta. Me miraba al espejo y me odiaba. No podía aceptar cómo era mi cuerpo. Hasta que finalmente me liberé de eso a mis 26 años. Fue el día de mi cumpleaños número 26 que yo tenía sesión de psicóloga. Fui y le dije ‘trece más trece son 26, llevo la mitad de mi vida odiándome, ¿hasta cuándo? Si pasa un solo año más, voy a estar más tiempo de mi vida siendo mi peor enemiga que mi mejor amiga’. Ahí tomé la decisión más importante de mi vida, que fue dejar de ir por el camino de querer cambiarme porque había intentado eso durante trece años de todas las maneras posibles. Tuve que tomar la decisión de dejar de querer cambiarme creyendo que solamente era el cambio físico lo que me iba a traer felicidad y aferrándome a ese ideal para irme por el otro camino que nunca había recorrido, que era aceptarme tal cual soy y probar si puedo ser feliz como ya estoy”.
“Yo pude tomar la decisión de ser madre gracias a que ya había sanado la relación con mi cuerpo -asume-. Si no, no hubiese sido capaz. Primero fue una decisión consciente, yo decidí que quería ser mamá. Pero la razón principal por la cual pude decidir eso, sabiendo los cambios que atraviesa una mujer en el embarazo y en el postparto, fue porque yo ya había decidido que amaba mi cuerpo tal cual es y que estaba lista para atravesar esos cambios acompañándome con amor. Esto es importante. No significa que todos esos cambios, una vez que hacés las paces con tu cuerpo, no te vayan a molestar o no te vayan a gustar. ¿Cómo me trato a mí misma durante esos cambios? Eso es lo que importa. Eso es amor propio”, concluye.