GSTAAD.– En El tercer hombre, el clásico del cine negro de 1949, dos personas se suben a la vuelta al mundo que domina el parque de diversiones en el corazón de Viena. El villano Harry Lime (Orson Welles) señala las diminutas figuras de personas anónimas que se encuentran muy abajo. Le pregunta a su compañero, Holly Martins (Joseph Cotten), un hombre de sólidos principios, si realmente le afectaría si uno de esos puntitos en la distancia dejara de moverse para siempre, sobre todo si hay dinero de por medio. Martins se indigna. Sin embargo, Lime le presenta un alegre argumento en defensa del mal: “En Italia, durante 30 años bajo los Borgia, hubo guerra, terror, asesinatos y derramamiento de sangre. Pero produjeron a Miguel Ángel, Leonardo da Vinci y el Renacimiento. En Suiza tuvieron amor fraternal. Tuvieron 500 años de democracia y paz. ¿Y qué produjo eso? ¡El reloj cucú!”.
Se trata del diálogo más famoso de una de las películas más famosas de la historia, pero no lo escribió Graham Greene, que estaba a cargo del guion. Lo improvisó Welles sobre la marcha, y nunca se supo de dónde lo había tomado. Es, además, altamente inexacto. En la época de los Borgia, en los territorios helvéticos habitaban algunos de los guerreros más temidos de Europa. Los suizos “produjeron”, entre muchos otros, a Paul Klee, Giacometti, Jung, Piaget, Rousseau, Le Corbusier y —por supuesto— Federer. Pero, fundamentalmente, tampoco es cierto que inventaran el reloj cucú: se originó en la Selva Negra, en Alemania.
«Incluso lograron que, con sensores de luz incorporados, el pajarito se calle por la noche, y hasta los amigos finos de esta cronista en Gstaad le están comprando “un montón”»
Este dato siempre fue bien conocido; pero nada impidió que la talla con el pajarito que sale a marcar el cambio de hora se convirtiera en uno de los íconos suizos. Ocurrió que, en 1920, la empresa familiar Robert Loetscher, del cantón de Berna, famosa por la calidad de sus cajas de música, decidió expandirse hacia a la fabricación de los relojes cucú que se hacían del otro lado de la frontera. En Alemania, el típico reloj cucú solía incluir elementos de flora y fauna relacionados con la caza, y muchas veces incorporaba una casilla como las que habitaban los capitanes de estación de ferrocarril en los pueblos. La innovación de Loetscher fue poner al pajarito dentro de lo que se había convertido en un símbolo emblemáticamente suizo: el adorable chalet alpino. Combinado con la tradición en relojería local, inmediatamente se convirtió en un clásico que perdura hasta nuestros días, muchas veces superando en fama al original. Loetscher sigue vendiendo sus relojes cucú —tan suizos como es posible—, con vacas y perros San Bernardo alrededor del chalet. Algunos incluso tienen a los personajes de Heidi, y se pueden encargar online.
En cualquiera de los centros invernales con un mínimo de pretensión, los cucú son obviamente considerados el epítome del kitsch helvético —o ni siquiera considerados–. Pero eso no quiere decir que un regreso con gloria sea imposible. Quizá hasta esté empezando ahora, de la mano de Soren Henrichsen, uno de los diseñadores más de moda en Ginebra. Su estudio —donde buena parte de los trabajadores posee algún tipo de discapacidad física o mental— produce cucús con una estética escandinava minimalista que revitalizó sin banalizar al típico reloj. Incluso lograron que, con sensores de luz incorporados, el pajarito se calle por la noche, y hasta los amigos finos de esta cronista en Gstaad le están comprando “un montón”.
Además, por supuesto, está Jeff Bezos. El fundador de Amazon comprometió 42 millones de dólares para la construcción de un reloj cucú monumental dentro de una montaña en Texas. Está diseñado para durar 10 mil años, y el cucú se escuchará una vez por milenio. No lo están haciendo ni suizos ni alemanes, sino norteamericanos, y el proyecto, como era de esperar, está rodeado de controversia. Pero prueba que el humilde pajarito —por muchísimo tiempo— va a seguir dando que hablar.
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