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Un peligro recorre América

Las ideologías políticas poseen vigencia por la capacidad de representar los intereses de diversos sectores sociales. A quiénes y a cuántos representan son datos claves para determinar la influencia que alcanzan en la narración histórica. En Occidente, durante los siglos XIX y XX, ese fue el objetivo de liberales, conservadores, populistas, marxistas y fascistas, una aspiración que se procesó por dos vías contradictorias: la competencia democrática y las dictaduras, las que suscitaron, en los casos más trágicos, la matanza de millones de personas, como sucedió bajo el hitlerismo y el estalinismo. Fue el largo eco de la era de las revoluciones de Eric Hobsbawm.

El proletariado, en el caso del marxismo, o la nación, en el del fascismo y el populismo, constituyeron los grandes sujetos históricos que transformarían el mundo emancipándose. En el siglo XXI, felizmente, ya no se puede hablar en términos absolutistas. Los sujetos históricos se desvanecieron en el aire para dar lugar a una multiplicidad de segmentos sociales y culturales, cuya configuración y alineamientos son contingentes. Es cosa del pasado que el marxismo representa a los trabajadores y los conservadores a las élites. Tampoco coincide ya el populismo con el pueblo, que cada vez que lo considera conveniente se le escapa de las manos.

Al regreso fulminante de Trump y al ascenso irresistible de Milei conviene ponerlos en esa perspectiva, si se aspira a entenderlos antes que a condenarlos. La perplejidad de los progresistas quizá provenga de extrañar una época en que los valores y las clases convergían o chocaban según un ordenamiento imaginario que le asignaba a la

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izquierda la representación de los oprimidos y a la derecha la de los opresores. Si no ocurre así, el progresismo se topa con un fenómeno que le resulta escandaloso e insultante: los nuevos representantes de las masas subalternas provienen del mundo del dinero, no del Estado ni de los círculos intelectuales. Es Elon Musk, no Karl Marx, el que anuncia la revolución.

Lejos de esa confusión, Juan Tokatlian, en un lúcido análisis de la victoria de Trump, postuló tres factores para interpretar el fenómeno: 1) la transversalidad social de la composición del voto republicano, 2) la volatilidad de los votantes y 3) la dignidad herida de amplias franjas de población por privaciones materiales y simbólicas que los gobiernos no subsanan. Interesa particularmente este enfoque porque conjuga dos rasgos del presente –la transversalidad y la volatilidad–, que se describen a través de agregados estadísticos, con un tercer factor universal, como es la dignidad, que solo puede entenderse más allá “del cómodo limbo de la abstracción”, una expresión de George Steiner que tal vez podría resultar útil para explicar la ceguera de los perdedores.

Un informe de la CNN en base a sus encuestas en boca de urna (disponible en https://edition.cnn.com/interactive/2024/politics/2020-2016-exit-polls-2024-dg/) muestra el posicionamiento de los votantes norteamericanos entre las elecciones de 2016 y 2024. Se observa allí la transversalidad de Trump en ese lapso: se afianzó entre los varones y, particularmente, entre los latinos, que en el pasado no lo habían apoyado; descontó entre las mujeres, dominó entre los votantes blancos no universitarios, que son su base natural, y recuperó entre los de color; mejoró el desempeño entre los más jóvenes y reiteró el apoyo de la población mayor de 45 años. Por último, confirmando las previsiones, venció en las zonas suburbanas y ampliamente en las rurales. Como se constata, la victoria de Trump posee múltiples soportes sociales y geográficos. Es la consecuencia de una amplia insatisfacción con los ingresos y el reconocimiento. No asistimos a la lucha de una clase contra otra, sino a una economía y una política que frustran a distintos sectores según sus presupuestos y expectativas.

Sin embargo, considerando la oscilación de los votantes, la transversalidad no es un patrimonio perdurable. Hoy la alcanzó Trump, como en 2016; mañana podría volver a perderla, como en 2020. Se castiga a los gobiernos, votando por resultados, no por convicciones. La reelección de Obama en 2012 fue la última ratificación de confianza a un presidente en ejercicio; Trump y Biden, que lo sucedieron, la perdieron al cabo de cuatro años. En la última ola de elecciones presidenciales libres en la región, solo en Paraguay y México triunfó el partido oficialista. En Europa avanza la ultraderecha, pero no se trata de un fenómeno homogéneo: resignó el gobierno en Polonia y no lo alcanzó en Francia. En el siglo XXI, aunque se observen tendencias, existe mayor incertidumbre de lo que las sociedades y los gobiernos desearían.

El tercer punto de Tokatlian es crucial: la dignidad herida. Se trata de una cualidad y por eso no puede cuantificarse. Interpretamos que es una ofensa física y moral que no resuelven las opciones electorales, porque más allá del marketing ningún partido la contiene ni parece interesarle de verdad.

El padecimiento es consecuencia de la desproporción entre la riqueza de sectores cada vez más concentrados y la pobreza relativa de las sociedades. Entre la enormidad que se lleva la ínfima minoría y lo que queda para repartir entre la mayoría. Significa el fracaso del capitalismo para legitimar la democracia. Una extendida humillación que se distrae con adicción a la tecnología, trabajos precarios y consumo basura, hasta que llega la hora de votar con la ilusión vana de cambiar las cosas.

Para los próximos cuatro años, en EE.UU. y Argentina, la mayoría puso su dignidad maltrecha al cuidado de gobernantes que prometen sanarla desmontando el Estado para que el capital privado restablezca el equilibrio perdido. Antes de apurarse a decir que eso es una estafa, el progresismo de acá y de allá debería interpelarse acerca de su propia forma de engañar, preguntándose por la hipocresía de la corrección política, que proclama defender al pueblo mientras lo oprime. Quizá necesite una auditoría moral para enderezar su destino.

Estamos ante un formidable problema, de incierta resolución. Trump se rodea de fanáticos e ineptos y celebra con euforia revanchista: “Yo soy vuestra venganza”, les dijo a sus seguidores. Arrogante, como Milei, cree haber alcanzado el fin de la historia, esa falacia trágica de la que Fukuyama se arrepintió. Del otro lado, los progresistas destruidos se culpan unos a otros por un fracaso inconcebible. Suena la hora de humillar y escarmentar, un peligro para la paz que enlaza el norte con el sur de América.

*Sociólogo.

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